me voy comiendo el postre de camino al metro
porque sigo sin acostumbrarme al horario de tarde,
aunque no haya tenido otro en mi vida,
ni siquiera en la facultad.
Se me echa el tiempo encima
después de ponerme el abrigo
y salgo pitando,
fruta en mano,
en busca de la linea amarilla.
Hay un kebab de unos ecuatorianos.
Eso siempre me ha hecho mucha gracia.
Pues bien, justo en la puerta del bar
se formó un remolino de hojas secas,
y yo que iba volando,
lo atravesé sin darme cuenta.
Me levantó el vestido
y me tapó la cara con la bufanda.
Fue una imagen de lo más ridícula. Lo reconozco.
Me fui riendo hasta el trabajo.
Y cuando llegué
y me quité el abrigo,
un par de hojas secas cayeron al suelo.
Sé que suena muy cursi.
Pero es que me pasó de verdad.
Y a mí me pareció una señal increíble
de que este otoño todo anda revuelto dentro mío,
y sin embargo,
me encanta.
Hoy a venido a casa D.
porque se quedó sin llaves y no tenía donde ir.
Ella está viviendo una etapa mucho más difícil.
Madrid empieza a marearla.
'Todo supone tanto esfuerzo' - me dice.
Y es verdad.
Agota.
Lo que pasa es que yo me enamoré mucho y muy bien
y tendrían que pasar muchas cosas feas
para dejar de querer a esta ciudad.