
Tenía que tender la ropa de cuatro gigantes azules en mitad de la Plaza de la Mercé. Unas cuerdas muy gruesas y brillantes formaban una lujosa telaraña que cubría el cielo de la plaza. La gente iba llegando poco a poco. Gente sola, en silencio. Iban sentándose como indios, distribuidos de manera irregular, en el suelo de una plaza que jamás estuvo tan limpia. En el centro, una montaña de ropa azul, de los cuatro gigantes azules, que miraban desde lejos, camuflados en el cielo. Sentía el peso de centenares de pares de ojos que esperaban ver como haría para cumplir mi tarea. Y yo me miraba las manos, que parecían tan pequeñas, y después miraba la montaña de ropa azul de los cuatro gigantes azules, y me sentía encoger aún más. Llegué al centro de la plaza, y empecé a subir y subir la montaña azul, que con el peso de mis pasos, iba tornando su forma en la de una inmensa escalera de caracol. Me hizo sonreír y todos aplaudieron. Después de un rato, conseguí llegar arriba, a lo más alto. Casi rozaba la lujosa telaraña, y los gigantes azules me acariciaron la cabeza. Recuerdo que les susurré algo al oído. La gente volvió a aplaudir. Pero desde allí arriba los aplausos sonaban a lluvia...
entonces desperté, muerta de sed.